"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

Cómo ejercer tu derecho al “baño de mundo”
ANTES IMPOSIBLE, AHORA TANGIBLE (*) - 11.12.2020

Por Manuel Murrieta Saldívar

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ANTES IMPOSIBLE, AHORA TANGIBLE

Trenes que recorren Europa. Del archivo personal del autor
  • Me contagió la hispanofilia

    Explicar cómo se gesta la idea de visitar Europa, se conjuntan circunstancias para dejar América y se pone uno a escribir ésta y otras crónicas desde París, implica remontarse digamos una década hasta la época de universitario. La primera intentona real fue cuando mi compañero de aula, el ahora Maestro Gerardo E., me contagió con su hispanofilia de castillos, museos, hijodalgos y biografías de escritores españoles. Nos brotó el sueño de visitar Madrid al término de nuestra licenciatura en letras e incluso pasamos a las acciones, consideradas claves en su tiempo, que nos dieron motivación aunque no tanto recursos concretos para la empresa: en nuestra ingenuidad rifamos un stéreo y una botella gigante de brandy. En busca de una beca milagrosa, escribimos a los reyes de España y al presidente de México y , de plato fuerte esperanzador, presentamos el proyecto a la fundación cultural de una empresa de licores de origen hispano. De las rifas quedan unas marchitas fotos de la entrega de premios, la oficina real de Juan Carlos de Borbón prometió a estos plebeyos entrada libre a las bibliotecas españolas, siempre y cuando cubriéramos nosotros todos los gastos del viaje desde Hermosillo—creo que todavía nos están esperando. En cuanto a la presidencia de Los Pinos, nos respondieron que nuestro plan era de muy loable fin cultural pero que no podían apoyarnos hasta que pasara la crisis económica—aún esperamos que pase al menos para encontrar un buen empleo, ya no tanto para viajar. Y el plato fuerte no llegó ni a botana ya que la licorera, tras alborotarnos cuando nos pidieron nuestro itinerario y presupuesto desglosado, jamás respondió ni siquiera para donar una botella de Presidente que bien hubiera servido para otra rifa o para estarse un día más en Bahía Kino—a donde realmente nos dirigimos Gerardo y yo con el total de los fondos obtenidos. España se quedó entonces esperándonos y el viaje frustrado dio la lección de que uno tiene que arreglárselas por sí mismo sin esperar tanto ayuda del exterior—aunque si cae, bienvenida, como también nos pasa de seguido.

    La Madre Patria no merecía semejante desatención

    Muchos años después—plagio la sintaxis garciamarquiana—frente a la iglesia de Notre Dame, donde ahora me encuentro, habría de recordar esta otra intentona para llegar hasta aquí: fue una tarde remota cuando miré azorado el anuncio de un programa de verano hacia España promovido por la universidad norteamericana donde estudiaba y laboraba como maestro asistente. Este intento tenía mayor posibilidad de éxito si participaba como instructor en aquella actividad de julio y agosto que se organiza para que el estudiante anglo sufra una inmersión total en la cuna del español, coño, a ver si así aprenden. Durante varios años no me animé a solicitar, en mucho porque había que trabajar de lunes a viernes, todo un verano, lidiando a estudiantes gringos en pleno lugar de La Mancha y sus alrededores. Preparar clases, revisar tareas, calificar exámenes...uf... la Madre Patria no merecía semejante desatención sino todo mi tiempo y capacidad observadora; no era para después de las obligaciones ni para los fines de semana, uno la quería toda, absolutamente toda y de paso unos cachitos del resto de Europa. Además, conociendo mi debilidad por las tentaciones, no quise correr el riesgo de ser irresponsable y mandar a los estudiantes a un bar andaluz mientras yo tomara un tren a Barcelona o a París. A pesar de todo ello, solicité participar en la última oportunidad antes de graduarme practicando la filosofía de “no seas tonto, hay que aprovechar”. Pero el jefe del programa en esa ocasión, un ucraniano americanizado e influido por la magia de García Lorca canalizada en el alcohol, negó mi participación a pesar de que la convocatoria requería de hablantes nativos, de preferencia estudiantes doctorandos preparados en cultura y letras españolas y les gustara comunicar—nada más faltaba que hubieran nacido en Sonora y se apellidaran igual que yo, como el conde de la Rioja. La mayoría de las plazas fueron cubiertas por serias muchachitas o acartonados asistentes anglosajones, nativos de Dakota o las Carolinas que hablaban español con acento mohikano, aprendido en universidades como Vermont o Washington con profesores ingleses que habían estudiado filipino en Belice—por supuesto, estoy exagerando, “but you got the idea”. En fin, los intereses de un departamento de lenguas, que cunden como en cualquier oficina gubernamental o cultural, “tell me about it”, pospusieron mi sueño.

    Las preguntas inoportunas de Katty

    Esta circunstancia, sin embargo, determinó que avanzara más pronto de lo esperado la tesis doctoral y tuviera más tiempo para calcular presupuestos, idear itinerarios, combinar posibilidades para viajar sin compromisos, en plena libertad, totalmente al azar: sin jefes, sin tareas, sin teorías, no líneas editoriales ni horarios o tours que seguir y, por supuesto, no estudiantes que arriar, gringos o no, como lo había hecho los últimos años tan sólo para sostener los estudios—lo cual agradezco infinitamente, no hay que ser. Hasta que cierto día Katty, con esas preguntas inoportunas que por lo general provocan grandes planes, preguntó con indiferencia qué hubiera hecho yo al terminar los estudios si no estuviera comprometido con ella.
    —Me echaría a andar por el mundo—le dije sin pestañear. Nacía así la tercera intentona. Meses más tarde, luego de discusiones, planteamientos de proyectos de vida y de avanzar algunos capítulos de tesis, cedió enternecida y comprensible:
    —¿Y por qué no haces ese viaje?
    Más bien se refería, o así lo quise entender, a por qué no hacíamos el viaje juntos, como si ella tuviera ya algo preparado. Luego, con una facilidad envidiable, en efecto, no sólo revelaba de una estancia de estudios que haría por Francia si no que ya, incluso, tramitaba fondos, definía fechas específicas y lugares de hospedaje a las orillas de París en el suburbio científico de Gif Sur Ivette.
    —¿Cómo está eso? —alcancé a balbucear.
    Lo más encantador fue cuando sugirió, sabiendo que sería irresistible para mí, que la podía acompañar parte o toda la jornada siempre y cuando, por supuesto, me hiciera cargo de mi boleto viaje redondo. Además, tenía que responsabilizarme de mis gastos personales, renunciar a todo el futuro inmediato que se me tenía prometido, diploma en mano, tramitara visas, desconectara servicios telefónicos y electricidad, etc... También debía estar dispuesto a alojarme, no como turista o ejecutivo norteamericano, sino al estilo económico europeo durante al menos tres meses—es decir, habitaciones colectivas, compartir la bañera y servicios sanitarios con cinco o más inquilinos.
    —Me la pones fácil…¡acepto!—dije con satisfacción y luego le revelé:
    —Ya te había tomado la palabra y no he estado buscando ni aceptando empleos formales. Es más, ya estoy listo. ¿Cuándo nos vamos?...

    Una capacidad de sacrificio no practicada desde los Boy Scouts

    Mejor oportunidad no habría: yo había imaginado ir en solitario pero ahora iría acompañado por mi amada para inspirarme las 24 horas y teniendo como base no Madrid, sino París, ciudad romántica—¿no sale la cigüeña desde ahí? Cuando ya estaba dispuesto a integrarme a un tour de agencia para asomarme a la milenaria Europa siquiera una semana, ahora surgía este viaje sin límite de tiempo y con itinerario de acuerdo a nuestros intereses, no los de otros. Y cuando ya me había resignado a ofertarme al mejor postor para ser contratado durante un verano, recibiendo órdenes y cumpliendo obligaciones, ahora iría en plena libertad para meditar a cualquier hora, escoger el mejor día para un museo, escribir de lo que quisiera o tomarse un vinito incluso a las ocho de la mañana... Después de una década de espera y de varios intentos fallidos, todo ahora dependía de mí.

    Entonces aceleré mi máquina intelectual para en definitiva liberarme de la tesis y de todo compromiso escolar. Encontré la fórmula para la pronta recaudación de fondos y volví a desarrollar una capacidad de sacrificio que no practicaba desde los Boy Scout. Por ejemplo, ya no acudí a ninguna oficina real, ni institución comercial, oficial ni académica en busca de apoyo, sino que me dediqué, acorde a los tiempos neoliberales—lo cual no es ninguna novedad—a realizar labores económicamente productivas, exceptuando las rifas, y a fomentar el ahorro a base del ingenio y de la contención. De nuevo, no di el enganche para la casa que necesito para cuando siente cabeza, no acepté ningún empleo de tiempo completo para evitar bajos salarios y dependencia de horarios. En cambio, me oferté como traductor e instructor de lenguas a horas sueltas, como editor de libros y publicaciones y reinicié labores de “free lance” para revistas y periódicos, a veces ayudado por milagros como cuando, a unas horas de partir, me encontré durante minutos con el editor Mario Munguía en una cafetería nocturna: salí de colaborador para su suplemento dominical con un honorario útil, cada vez que lo reciba, para dos paquetes de diez boletos del metro, como el que me trajo aquí, a Notre Dame.

    Un jet francés que viene de la Polinesia

    Con meses de anticipación, reservé el boleto viaje redondo más económico—si lo compro un día después costaría el doble: 630 dólares pagados a una desconocida línea aérea francesa, en vuelo de tercera que sale en la madrugada hacia París desde Los Ángeles, el único lugar en Estados Unidos donde la línea hace escala; y lo hace no tanto para subir pasajeros, sino más bien para recargar comida y combustible ya que el jet proviene de la polinesia francesa, al centro del Pacífico, transportando turistas franceses que, como buenos eximperialistas, todavía tienen sus colonias. También evité el pago de renta y servicios, desocupando mi espacio con bastante anterioridad: durante semanas vivía con amigos, trasnochaba en oficinas, me bañaba en casa de hermanos o pasaba temporadas en el apartamento de Katty o en la casa familiar, todos alegres y convencidos del proyecto. Ni qué decir de la compra de ropa de invierno de segunda—en Tucsón, Arizona, tres gabardinas por 15 dólares—del reforzamiento económico con un par de tarjetas de crédito, administradas como judío búlgaro, y de la obtención de la credencial de estudiante internacional, mintiendo mi edad por supuesto, para obtener descuentos en trenes, espectáculos, museos y, como ya lo hacemos, en comedores estudiantiles como el de la Universidad de París. Ya en Francia continúa la austeridad, conscientes de que vamos de paso, ¿para qué vivir como si fuera para siempre?: un café turco te mantiene despierto hasta el medio día y así evitas el desayuno, de comida una baguette, queso y salchichón comprados en mercados al aire libre. La recámara, en efecto, comparte baño y sanitario con otros cinco huéspedes pero es más barata que cualquier hotel; uno se moviliza a pie, en metro y autobús observando al parisino cotidiano de gente común ahorrando también para la vida.

    Aspiraciones que dieron vida y directriz

    Y cuando pienso en los preparativos y el supuesto sacrificio—en realidad uno ha estado acostumbrado a vivir con lo básico desde siempre—la travesía se aprovecha con más interés por lo desconocido, se aumenta la capacidad de asombro, se comprueba la necesidad de mayor sabiduría y hasta crece el amor a la humanidad ante las semejanzas y diferencias con seres humanos que se habían imaginado a miles de kilómetros. Ser testigo de sitios, monumentos y personajes que marcaron al mundo, lo hace a uno sentirse protagonista, de apropiarse y recuperar algo—historia, conocimientos, identidad—que también nos pertenecen. La forma como uno logró realizar esta travesía comprueba también que es posible romper el monopolio de la cultura del viaje dominado por grandes diplomáticos, poderosos intelectuales, ejecutivos y políticos de altura, influyentes y “juniors” quienes son los que con mayor facilidad pueden financiar estos viajes inalcanzables para muchos. Uno ve de seguido a esos seres privilegiados y a veces, intocables, no les merecemos siquiera un saludo porque ni en el mismo elevador de la torre Eiffel dejan de creer que ellos son los únicos que pueden subirla. Por supuesto, sin dudas, todo lo hecho para llegar hasta aquí no es más que ejercer nuestro “derecho al baño de mundo” que alguna vez propusiera José Vasconcelos para que quedara dentro de la carta universal de los derechos humanos, con su respectivo fondo para que todos lo practicáramos. Llegar hasta aquí no resultó incómodo ni sacrificado, ni puede ser derroche o capricho si se considera que es el cumplimiento de un sueño infantil de explorador, de una fantasía adolescente de aventura, de un ideal universitario intelectual, aspiraciones todas que nos dieron vida y directriz, energía y disciplina: tan sólo por ello merece cumplirse cualquier ilusión y no dejar que nadie ni nada la diluya. Un viaje como éste es también la realización de un simple acto existencial que ayuda a explicar quién es y de dónde uno viene, respuestas vitales que no tienen precio y en cuya búsqueda todo ser humano debería invertir sin escatimar tiempo ni recursos.

    Encontrarse con un montón de plástico

    Y bien, decía que mucho de esto medito frente a Notre Dame y el inconveniente ahora ya no es llegar hasta aquí, sino la sorpresa que se me revela: están restaurando la fachada frontal de esta iglesia monumental; no los culpo, después de todo data del año 1100, antes incluso de que nuestros aztecas terminaran de construir Tenochtitlán, alrededor de 1300. Todo el frente de Notre Dame está cubierto de plástico y no se podrá ver, me dicen, en meses. Y se podría pensar, tanto batallar, tanto preparativo para encontrarse con esto, un montón de plástico, pero no hay lugar para la decepción: uno pasa al interior y si eres creyente te reconfortas con tu ser divino, si no, admiras los logros del ser humano ante la impresionante arquitectura añeja de cúpulas, altares y pilares aún en pie, por los siglos de los siglos. Además, saliendo, se encuentra el río Sena, más adelante la torre Eiffel, el museo Louvre con su Mona Lisa, el Arco del Triunfo...o bien Ámsterdam o Milán a unas horas en tren para ya no seguir reflexionando en el cómo hemos venido hasta acá, ya no soñando, ni fantaseando, sino palpando, cronicando realmente a un París, a una Europa que siempre había estado inalcanzable, escurridiza, posponiéndose...

    (*) Del libro: La grandeza del azar: Eurocrónicas desde París. 2da. Edición 2010. 185 páginas Serie Realidad # 7 Editorial Orbis Press Obra ganadora del Concurso del Libro Sonorense 2005, género crónica. Más información en:
    http://www.manuelmurrietasaldivar.com/libros/la_grandeza_del_azar.html

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