"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

EL TEQUILA DE MARRUECOS (Y OTROS GOCES EN SUSPENSO) - 05.02.2021

Por Manuel Murrieta Saldívar

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El tequila de marruecos
Imagen: En un callejón de “el Medina”, el mercado público de Tánger, Marruecos, del archivo personal del autor.
  • I

    Sólo deseaba cumplir mis compromisos en Madrid lo más rápido posible para lanzarme de nuevo a lo desconocido sin saber exactamente a dónde. Durante las noches de hotel, después de las intensas jornadas, revisaba en Internet las opciones más económicas en tren, autobús, avión y hasta barcos. Hasta que, con un grito de felicidad, expresé, ¡lo tengo!: un autobús me llevaría a Granada para, de paso, echarle un vistazo a la Alhambra; otro cruzaría muy temprano la rivera del Mediterráneo, vía Málaga, hasta el puerto de Algeciras…de ahí tomaría un ferri y, ¡Alá!, en menos de una hora estaría en la urbe de Tánger, Marruecos, norte de África, ¡el más antiguo continente nuevo para mí! Era un viaje contrario a la costumbre, uno desde Madrid saltaba de seguido hacia el norte, resto de Europa, o a los alrededores, Sevilla, Zaragoza, Barcelona. Ahora no, íbamos al sur, como ir hacia la patria mexicana, conocer a los otros migrantes que derrumban barreras, las que sean, para llegar al norte, la ansiada Unión Europea como en mi terruño salen hacia USA. Era una travesía que mi mexico-hispanidad la exigía desde que mi mente lingüística registrara que un 30 por ciento de la lengua española proviene de los árabes. Y, claro, que habían tomado la Iberia durante ocho siglos dejando un reguero de universidades, números, letras y prácticas culturales que yo quizá practico y sin saberlo. Tánger resultó un buen preámbulo: puerto cercano y accesible desde la Península, origen de cultura mora que se extiende poderosa hacia el interior en ciudades como Rabat, Casablanca o Fez hacia donde ya no pude ir. Pero a pesar de su relativa pequeñez, tiene su encanto, atractivo, sus riesgos y hasta sus tentaciones como estaba a punto de experimentarlo…

    II

    Algeciras resultó una extensión marroquí como lo noté en los restaurantes con su carne de cordero, café potente y, sobre todo, en el deambular de una población con su habla árabe, mujeres en velos y hombres en batas, acorde a sus atuendos islámicos. Es una frontera que tiene como barrera, no una cerca o un muro, sino un mar que todavía creía inmenso y dificultoso. Y claro, como en Tijuana, noté el contraste de economías: muchos autos que hacían fila para ingresar a los ferris, eran de modelo antiguo e iban atestados de cargamento doméstico adquirido en España. Otra similitud es que la mayoría de los pasajeros son marroquíes, vayan o vengan, como son mayormente mexicanos los que salen y entran por la frontera USA-Mex. Era raro observar en las enormes colas semblantes greco-romanos ansiando lanzarse al sur. Esta situación me puso cómodo, acostumbrado ya a los cruces del primer o segundo mundo hacia el tercero. Disminuía así mi choque cultural, me reanimaba cruzar en ese sentido contrario a lo hecho por los moros unos mil años atrás. Vaya, hasta los agentes de migración españoles sentían el peso de su trabajo, como la migra gringa, al atender en el muelle la marabunta de migrantes regresando a sus terruños en un día común de ese caliente mes de julio. Tenían una ventaja, pues dividían a los pasajeros en dos status: los de pasaporte de la comunidad europea, y todos los demás, aunque el primero se veía muy solitario. Al llegar mi turno, creí habría tensión cuando descubrieran mi origen, no arabesco, sino del continente americano… sin embargo, el oficial, mirándome un instante, se limitó a confirmar si el de la foto en mis documentos era yo para luego estampar la visa de salida indicando que, ya, ¡podía subir al ferri!…
    Cuando observé la nave en toda su magnitud me quedé atónito: era un monstruo que ya devoraba autos, camiones de carga, lanchas y autobuses en tanto que yo ingresaba a la zona de pasajeros entre marroquíes acostumbrados a esta travesía como si se tratara de una cualquiera. Claro, no lo era para mí, por lo que descarté las ofertas de teléfonos celulares que ofrecían al entrar, evité la cola de la migra marroquí que, ¡en pleno avance del barco!, tramitaba la entrada a su país de misterio. También descarté las bebidas light, ninguna con alcohol, las botanas chatarra que vendían, los asientos cómodos del interior y hasta los ventanales panorámicos desde donde veía que avanzábamos lentamente. Lo que deseaba era salir rápido a la proa o la popa para dejarme arropar por la brisa mediterránea, observar el alejamiento del muelle español, sentir las aguas profundas del Gibraltar que resultaron ser de un azul metálico, denso y pesado, como si soportaran el peso, las toneladas, de historia que iba removiendo. En pocos minutos confirmé la verdadera distancia entre los dos continentes y entendí por qué la expansión árabe hacia la iberia resultó con cierta facilidad: el estrecho es tan estrecho, tan cercano y navegable, que el océano no representó un obstáculo serio. Es tan pequeño, casi grité, como ir del puerto de Guaymas al de Santa Rosalía en el Golfo de Cortés o darle la vuelta a la isla de Alcatraz desde cualquier muelle de San Francisco. Arropado por un fresco vientecillo, escuchando el suave oleaje producido por los motores, gozaba el panorama y la convivencia discreta con los marroquíes a quienes por fin los tenía frente a frente. Hasta que, mirando en lontananza, aprecié la primera presencia magnánima y de impacto: navegábamos frente a una colina que contenía unas enormes inscripciones en árabe, pintadas en cal, similar a las que colocan el nombre de Jesús o alusiones cristianas en lo cerros de nuestros países. Supuse, sin preguntar, que hacía referencia a Alá, o algún mensaje del Islam, dada la reverencia con lo que los pasajeros miraban. Tomé la visión como una puerta, quizá la bienvenida, a todo lo demás: a partir de ahí dejaba el mundo occidental y entraba a explorar un tercer continente sin saber qué lengua hablaría ni qué costumbres iba a evitar…

    III

    Al captar la disminución de la velocidad, habiendo transcurrido alrededor de una hora, supuse era ya para atracar. En efecto, arribamos a un puerto solitario, con muelles y fortificaciones de concreto, sin nada de urbanidad alrededor, sólo parajes y cerros desérticos de muy escasa vegetación. Se trataba de Tánger-Med, no la ciudad de Tánger, a donde creí navegaríamos sin escalas. El puerto, recién construido, operaba exclusivamente para barcos de carga y de pasajeros como el nuestro, no se veía algo más. Al bajar, nos dirigieron hacia un autobús que nos conduciría hacia sabe dónde sin ya no tener uno el control. Y es que entrar a otro mundo no resulta tan sencillo: llegábamos a la aduana portuaria, impecable edificio blanco, con enormes letras árabes y en francés. Ahora sí, todo sería engorroso, abrir y cerrar equipaje, sacar y meter computadora, revisión exhaustiva de documentos. Resistía el trámite sumiso, con paciencia y hasta con gusto, escuchando sin entender las pláticas y órdenes de los oficiales surgidas alrededor, sospechando lo que se escondía más allá… Al cruzar ya en definitiva, descansé unos minutos gozando los interiores: una limpieza exuberante, servicios gratis de WiFi, movimiento de extraños pasajeros, ventanillas para el boletaje o el intercambio de monedas al “dírham” marroquí. Pero también salí al exterior para mi primer dosis de atmósfera africana: estacionamientos, viejos Mercedes Benz como taxis, movimiento de autobuses, una porción del último Mediterráneo y las montañitas resecas ofreciendo florecillas que traían, no  sólo un agradable olor, sino también abejas feroces en busca de visitantes. Extasiado, no percibí la cercanía de una de ellas sufriendo la picadura en el antebrazo con un dolor muy intenso. “Vaya recibimiento”, pensé, “espero no sea el preámbulo de nada y sirva para inmunizarme”. Pero todo se fue diluyendo cuando nos informaron que otro autobús, ahora sí, nos llevaría hacia al centro de la anhelada Tánger ¡y completamente gratis! gracias a la cortesía del gobierno marroquí que así promovía el uso de este nuevo puerto…

    IV

    Una autopista playera me reveló las primeras mezquitas que se levantaban en pequeños poblados, penetraba por varios retenes aduanales con su ondear de banderas nacionales y, aquí y allá, mostraba casuchas y aires campiranos como de economía en desarrollo. Empezaron a abundar letreros en árabe en tanto que el autobús sintonizaba música y comerciales ininteligibles hasta que, a lo lejos, percibí enormes conjuntos habitacionales sobre las colinas. No había duda, era la seña de que entraríamos ya a una urbe de al menos medio millón de habitantes hablando un idioma distinto al mío. Por ello mi curiosidad hervía dándome nuevos bríos.  El conductor se estacionó, dejándonos a nuestra suerte, sobre un congestionado bulevar del centro de Tánger… de inmediato se vinieron en tropel jóvenes maleteros, informantes de hoteles y taxistas, todos experimentando conmigo varias lenguas cuando el árabe no funcionaba. Un taxista, hablando en un español chapurreado, me aseguró que conocía varias hospederías en la zona más atractiva: el sector de Medina. El precio ofrecido y la cercanía fue lo que convenció entregándome en cuerpo y alma a su destreza conductora y a su calidad de nativo. En realidad no sé qué vería en mí, pero prácticamente me arrojó en uno de los callejoncitos antiguos del mercado público en donde, en efecto, había fachadas de hoteles digamos demasiado económicos, aunque rodeados del olor y del folclor que empezaba a descubrir. El sector Medina, además, mostraba una enorme mezquita, escaloncitos y paredes medio en ruinas, murallas portuguesas y romanas y toda la algarabía popular de la compraventa, incluyendo marginales solicitando la caridad pública. Nada de eso me importó, sólo necesitaba confirmar si las hospederías contaban con Internet, de preferencia en las habitaciones, única manera de sostener contacto con los míos hasta el continente americano en caso de cualquier cosa. Las pesquisas fueron útiles para captar con los hosteleros que el idioma preponderante, después del árabe, era el francés, seguido del español y escasamente el inglés. Todos indistintamente confirmaron que contaban con lo básico, a precios muy accesibles, aunque revelando que el Internet se ofrecía en hoteles con estrellas ubicados en la zona cosmopolita y moderna frente al malecón. “Por ahí”, indicó uno, “y puedes llegar caminando”. Ir cargando equipaje en esa zona fue como un imán para atraer a solicitantes de limosna, vendedores y niños de la calle, insistentes, experimentados y hasta acosadores…no tuve más remedio que ingresar al primer hotel de fachada convencional que se apareció, más con la intensión de guarecerme que de establecerme. “Cargar equipaje en la calle es muy atractivo”, casi me advirtió el recepcionista quien, en efecto, confirmó que había WiFi en cada habitación y a un precio que pude alcanzar. “Aquí me quedo para no seguir cargando”, me consolé en silencio.

    V

    Pero el hotel Rij-Spa resultó por dentro toda una revelación: habitaciones tipo sala, amuebladas con ventanales hacia la playa, decoración estilo Alhambra, bar, alberca, peluquería y ¡hasta servicio de masajes!…. Y, por supuesto, con un Internet poderoso incluso para actualizar el status en Facebook con fotos de alta resolución. Hasta Liz Taylor y Winston Churchill habían sido huéspedes distinguidos. Sin embargo, si hubiese continuado la búsqueda, hubiera preferido hospedarme en un lugar más emblemático: el Hotel Continental, ubicado al otro extremo del malecón, de blancos balcones arabescos, como incrustado en las rocas y murallas añejas. La leyenda todavía indica que había dado cobijo a fichitas como William Burroughs, Jack Kerouac, Truman Capote y al mismo Allen Ginsberg; vinieron a parar aquí en busca de emociones baratas y una forma de vida imposible de encontrar en la Europa o el Estados Unidos de mediados del siglo pasado, una bohemia quizá al estilo de las mil y una noches. Algo habría de verdad porque la hospedería era una parada obligada en las rutas turísticas como me lo confirmó Mustafá, otro taxista quien se dejó regatear, noble y flexible, para darme un tour en los lugares claves. Bonachón y hablantín, fue la llave mágica: frente a la mezquita central, enorme y elevada de azulejos verdosos, reveló que se prohibía la entrada a turistas, porque ahí “sólo se entra a orar, no a pasear”. Explicó que la estrella verde de cinco picos del lábaro patrio recuerda a las leyes básicas del Islam, confirmando el sentido religioso del gobierno marroquí. Tras subir curvas empinadas, me mostró mansiones, palacios y residencias de jeques, príncipes y reyes árabes que exhibían al exterior su colección de autos, guardias privados, decorados en oro y banderas de países donde tenían negocios. Entre bosques de encinos y abetos, visitamos miradores sobre arrecifes con vistas hacia la unión del océano Atlántico con el Mediterráneo, una de las claves neurálgicas de Tánger. Me llevó a las grutas de Hércules, literalmente unas cuevas playeras por donde entran las olas, y donde descansó este dios griego luego de la pesada tarea de separar el continente europeo del africano, creando así el estrecho de Gibraltar. Hicimos paradas en expendios de artesanías, exhibición de camellos, balnearios populares y comederos al aire libre. Hasta que Mustafá sugirió dejarme en una entrada del Medina para nuevos descubrimientos que  sólo se podían hacer a pie, recordándome que no olvidara visitar el Hotel Continental. Tuvo tiempo de advertirme, “Ah, pero recuerde que ya no hay bohemias, nuestro gobierno hizo limpia general; las drogas y excesos están penados, inclusive —escuché como de paso— ni siquiera se expende vino en los restaurantes acorde a la moral islámica”. No le di mucha importancia, atraído ahora por otros hedonismos que me despertaban los puestos de frutas, verduras y demás: higos gigantes y sabrosos, dátiles recién cortados quién sabe en cuál desierto, el original pan de trigo, bocados de quesos y aceitunas de distintos colores o perturbadores cafés con leche pura. Vaya, hasta fui víctima de perfumadas peluquerías para hacerle un corte rápido y barato a mi ensortijada cabellera…

    VI

    Sin embargo, las noches calurosas eran provocadoras.  Cuando le ordené a un mesero me trajera una cerveza junto con mi cena de sardinas asadas y ensalada, arqueó la ceja como indicando, ¿no estás enterado de la restricción de alcohol?, confirmando lo dicho por Mustafá. Pero, contra todo pronóstico y sin buscarlo, descubrí el mercado negro que ofrecía varias opciones: un vendedor de bufandas, al pagarle unas piezas, muy tierno me ofreció hachís, así, en español, “relájate, hombre, son vacaciones, ¿cuánto quieres?”. Otra tentación fueron las escandalosas discotecas del malecón: el menú discretamente ofrecía un listado de bebidas con alcohol incluyendo ¡tequila! Y, entre la romería nocturna de parejas, juveniles y familias enteras, aparecían porteros de centros nocturnos informando de mujeres disponibles al interior, aclarando “yo sólo te informo y te invito a pasar, adentro tú te arreglas con ellas”. No obstante, para no dar vueltas ni correr riesgos callejeros, teniendo ya el tiempo encima, opté por lo que ofrecía mi hotel Rij-Spa. A la atractiva joven sin velo que atendía el servicio de masajes le pregunté, muy decidido, que si cómo estaba la cosa—secretamente pensando que quizá recibiría algo más. Mientras me explicaba, remotamente imaginé emular a aquellos artistas bohemios del Continental, y me atreví a ordenarle me preparara una sesión. Anotó mi nombre y número de habitación informándome mi turno: “lo programé para mañana—escuché atónito— ahora estamos saturados”, me dijo, sin saber ella que todo así se venía al traste porque, a primera hora del día siguiente, debía yo no  sólo desalojar mi cuarto, sino lanzarme en directo a Madrid para tomar mi vuelo de regreso hacia la impostergable normalidad americana…

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