"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

CIUDAD DE MÉXICO: FORTALEZA CONTRA EL VIRUS - 14.01.2022

Por Manuel Murrieta Saldívar

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Imagen: Estación del metro Sevilla, ciudad de México, enero 2022. Del archivo personal del autor
Imagen: Estación del metro Sevilla, ciudad de México, enero 2022. Del archivo personal del autor

  • Mi primo David cada vez que viajo a México desde California me culpa de ser transmisor de los coronavirus que siguen, luego de dos años, atosigando al mundo. Y no lo culpo. Todavía existen hordas en USA que niegan las vacunas y su efectividad argumentando cualquier teoría conspiracionista. Y entonces él culpa a muchos norteamericanos de ser los transmisores del virus y quizá me asocia con ellos. La última vez David me responsabilizó de traer Ómicron a la ciudad de México donde ahora me encuentro…Por supuesto, no soy transmisor, siempre soy de los primeros en la fila para vacunarme en California y desde sus inicios practico al doble las medidas sanitarias dentro y fuera de casa. Y nunca he sentido ningún síntoma, vaya, ni siquiera un resfriado en lo que va de la pandemia. En realidad, soy un privilegiado. David mi critica, como buen primo, nada más por molestar, no necesariamente a mí, sino a esos malditos gringos anti vacunas. Además, si yo fuera transmisor, o quien fuere, la ciudad de México está bien protegida: se encuentra en su mayoría de edad toreando al virus, es decir, está resguardada como lo comprobé desde el momento de subirme al jumbo jet de Aeroméxico desde Los Ángeles. Todos los pasajeros—y antes en la sala de espera—bien portados con sus cubrebocas puestos, lo cual fue un relax para mí creyendo que México sería un caos de contagio tipo Nueva York o Miami. Al ingresar a la terminal internacional del aeropuerto Benito Juárez, contrario a lo esperado, no encontré los tumultos ni la algarabía que siempre me recibe. Lo mismo el taxista, no solo portó la mascarilla, sino además pegó en una ventanilla su certificado completo de vacunación para asegurar a sus clientes protección y pidiendo él lo mismo. Y no se diga en el hotel: toma de temperatura en todas las puertas de entrada, distribuidores de gel antibacterial incluso en los elevadores en tanto el personal con su sana distancia y tapaboqueados. Me recibió, pues, una ciudad educada, que ya aprendió a protegerse por sí misma sin que la autoridad presione con toques de queda, persecuciones a quienes incumplan o prohibición de tumultos los cuales, es inevitable, se forman básicamente en los transportes públicos y sus estaciones, en algunas taquerías y centros comerciales que siguen muy activos. Por eso, pensé, esta ciudad se encuentra en semáforo verde contrario a estados como Sonora que se encuentran en amarillo
    Asombrado, los siguientes días comprobé cómo millones de personas, en una de la metrópolis más habitada del mundo, desarrollaron una cultura de prevención y de respeto por la salud individual y del Otro que ya se ha arraigado. Primero capté un silencio y una quietud que me impactó en calles, edificios, banquetas, estaciones del metro, del metrobús, restaurantes, bancos, etc. Ese silencio, me dijeron, se debe en parte a la falta de gente al exterior, solamente salen para lo necesario, se quedan aislados y encerrados si no hay necesidad de circular afuera. Hay, pues, menos personas movilizándose, realizan solo lo indispensable. Otra razón obvia, es que se teme a los contagios y se evita la comunicación, el hablar innecesario, limitándose a decir lo básico. No se escuchan esas pláticas, gritos, cantos, chiflidos que antes percibía. Incluso, en una visita personal al interior de un departamento, me recibió gente enmascarillada, me rociaron de gel las manos, igual lo hicieron con mis zapatos y ropa y a la hora de la charla, aún con las mascarillas, respetaban la sana distancia sentados en sofás muy alejados. Y lo hacían no porque sabían que yo provengo de California quizá con el Ómicron en mi respiración—como lo sospecharía David-- sino que, como lo confesaron y lo evidencia el desgaste de las botellitas del gel, es una práctica cotidiana practicada desde hace meses con las visitas que llegan. En un servicio que solicité a la habitación de mi hotel, el empleado tocó la puerta, ingresó a mi habitación, hizo lo que tenía que hacer siempre enmascarado y distante a mí…
    Lo que más impresionó, no sin temor, fue en el metro. Siempre congestionado en horas picos, en rutas y transbordes claves. ¿Me atrevería? Ni siquiera lo pensé dos veces, no me iba a perder esta oportunidad de movilizarme en mi transporte favorito: me dirigí a la primera estación cercana armado de mi gel y tapabocas azul confiando además en el comportamiento ya probado de los capitalinos conscientes para evitar contagios. Compré mi boleto a cinco pesos, que me siguió pareciendo muy económico e ingresé a la estación Hidalgo rumbo a la de Chilpancingo a un encuentro familiar. La Hidalgo no capta tantos tumultos como la estación Balderas o Pino Suárez, pero sí reunía un grueso número de pasajeros como para preocuparse, contrario a la ruta hacia Chilpancingo, tranquila y semivacía. La admiración y sorpresa volvió a repetirse: mi mirada, temerosa, registraba a la masa buscando caras descubiertas, pero no encontré a ninguna, absolutamente todos, incluyendo menores de edad, portaban tapabocas muy tranquilos como si ya hubieran nacido con él. Y, por supuesto, nada se podía hacer para conservar la sana distancia, íbamos pegados a veces cuerpo a cuerpo salvo en las últimas estaciones llegando a mi destino. Pero esto se resolvía fácilmente, al salir, era cuestión de buscar un gel antibacterial que lo encuentras, te lo dan o lo solicitas en cualquier establecimiento, y ya dependerá de ti si te descuidas y te llevas un dedo o toda la mano hacia tus ojos.
    No voy a mentir, pero hube de utilizar otras rutas y otros horarios donde mi preocupación aumentó ante el congestionamiento de pasajeros, después de las 6 de la tarde, por ejemplo, en el hormiguero de estación Balderas. Un higiénico a ultranza, simplemente no soportaría, vería el Ómicron, el Delta y el clásico e inicial Coronovirus flotando, encerrado ahí en esos túneles dispuesto a impregnarse sobre los descuidados e inconscientes. Fue inevitable, dos o tres veces pasé por Balderas donde no solo me vi rodeado, sino empujado al entrar y salir del vagón, y casi molido cuando viajábamos teniendo frente a mí rostros a unos centímetros mirándonos con ojos filosos y en silencio total evitando contagiarnos con los cubrebocas puestos. Inmediatamente al salir, buscábamos el gel salvador y ya en la habitación el lavado intenso de manos.
    Al finalizar uno de esos recorridos, aislado cómodamente en mi habitación y ya higienizado, encendí el televisor buscando las noticias locales. Cuál sería mi sorpresa, un noticiero se parecía a mi primo David siembre viendo en mí una amenaza. Si uno no supiera de las tendencias políticas e intereses de los medios, o si uno no hubiera hecho los recorridos ya descritos, pareceríamos visitar una ciudad infectada, invadida de enfermos y de ciudadanos irresponsables y faltos de empatía. La cámara y el reportero, literalmente, se dedicaban a cazar, entre miles de personas protegidas, a aquel que tuviera la mascarilla bajo la nariz, colgando de una oreja o en el cuello, ya sea por descuido, echarse una botana o bebida o porque se quedaría dormido. Manipulaba descaradamente, no lo podía entender, en las mismas estaciones que yo recorrí viendo tapabocas en todo mundo, el noticiero encontró lo que buscaba, uno que otro desenmascarado, enfocándose en ellos, proyectando una ciudadanía inconsciente y una urbe casi infectada como culpando a las autoridades por no hacer más. Usted concluirá con qué intereses lo haría, pero ya no me causó impacto ese supuesto reportaje, es más, me recordó no sólo a mi primo con sus acusaciones inventadas y sin base, sino al taxista que me quiso embaucar elevando el cobro cien pesos más o tratando de venderme un tapabocas KN95 de los más caros: él no sabía que yo ya había investigado antes las tarifas reales y que me había informado de que existen gentes aquí que no solo manipulan la información, sino que ofrecen mascarillas “hechizas”, falsas, igualitas a las verdaderas pero que al colocártelas, jamás se abren. Son una apariencia de efectividad y credibilidad, como alguno de esos noticieros que terminé sin volverlos a ver ni hacerles caso….continué con mis paseos en el metro confiando más en mis paisanos de la gran México-Tenochtitlan, toda una fortaleza contra el virus…

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