"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

LA INYECCIÓN DE LA VIDA... - 05.03.2021

Por Manuel Murrieta Saldívar

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La vacuna
  • Apenas dos o tres días antes de la histórica fecha, recibí por correo electrónico la noticia de que al fin me tocaba turno para la vacuna contra Covid-19 en la categoría de profesores mayores de 50 años de edad. La esperé con ansias y desesperación durante meses y largas semanas sin nunca recibir avisos previos o fechas tentativas. Llego así, de repente, como si no quisieran que se supiera quizá por la escasez de las vacunas o el caos organizativo. Hasta creí sería un correo basura, pero al leerlo y detectar que lo enviaba oficialmente mi universidad confirmé su veracidad: me vacunaría el 22 de febrero. Entonces empecé a revisar los requisitos para ir preparado al lugar indicado, nuestro campus Stanislaus de California State University. Una sensación de alivio me arropó, como supongo le sucede, y sucederá, a quienes estamos en edad de riesgo, después de casi un año de extremas precauciones y cuidados, de riesgos necesarios, como ir de compras, e innecesarios, como salir a pasear o dejar a los hijos convivir sin saber si regresan portando el bicho. Incluso, llegué a expresar con alegría, pero también con dolor, ¡estoy salvado, ya la hice!, entre el torrente de noticias trágicas de amistades, familiares y conocidos, algunos falleciendo en mi barrio mexicano, otros enfermos en mi círculo de contactos académicos, literarios y periodísticos; y también entre las quejas internacionales de la injusta distribución del “biológico” y de que el primer mundo, o sea nosotros, las acapara.

    Esto y más cayó sobre mí, lo cual se incrementó al llegar el día 22 sobre todo al recorrer la breve distancia de minutos que va desde mi casa al campus de la vacuna. Llevé todo lo que solicitaban y hasta más: mi licencia californiana de conducir, irrefutable identificación, mi credencial de profesor de Cal.State University, la forma médica del departamento de salud del condado ya con todos los datos y, para asegurar, aquel e-mail oficial que me notificó del suceso… Al llegar, unos 20 minutos antes de las 12 pm, hora oficial del inicio, existía ya una enorme cola de seres desesperados como yo que me precedieron asegurando su puesto. Por instantes, me recriminé por no haber llegado con más anticipación para ser de los primeros y ahí me estuve guardando la distancia de 6 pies, enmascarado, como todos los demás. Esos minutos fueron de impaciencia, pero, profesores al fin, unos armaron sus poltronas portátiles, otros sacaron sus libros para leer o conversaban con sus parejas o familiares. Soportábamos así lo que creímos sería una larga y estresante espera consolándome con los que llegaban y se paraban detrás de mí puesto que me dio la sensación de ya estar a la mitad, y no al final, de la línea. También ocasionalmente pasaban guardias policiacos vigilando el orden y voluntarios con sus chalecos amarillos distribuyendo formas o checando si las habíamos llenado correctamente.

    Hasta que, exactamente a las 12 del medio día--confirmando que en Norteamérica domina aún la herencia inglesa con su precisa puntualidad--se vislumbró un movimiento allá en los inicios: empezaba así la anhelada vacunación. Murmullos, vocecitas de contento, empezaron a surgir al tiempo que, a pasos largos, rápidos y seguros, avanzamos prácticamente sin pausas. Creí que unas dos, máximo tres, mesas con el personal médico y su instrumental, y al aire libre, estarían provocando esa velocidad impresionándome sobre manera. Pero después de quince minutos observé la cabeza de la cola y, para mi sorpresa, no había nada de instalaciones, sino que los futuros vacunados entraban a un enorme gimnasio, la arena de la universidad donde se llevan a cabo graduaciones, ceremonias y juegos deportivos. Me extrañó porque supuse que los lugares encerrados reciclan el temido virus y qué sabe que otros bichos y bacterias circularán. La gente entraba y ya no se podía apreciar más. Al mismo tiempo, y por otra puerta lateral, salían ya los primeros vacunados de mi generación y de mi institución, tras sus máscaras traslucían alegría, sonrisas de felicidad, ganas de hablar y hasta de abrazar a los que esperábamos. Caminaban con pasos firmes, como héroes o moribundos resucitados, de humanos al borde de la muerte o de la enfermedad de misterio que recibían una nueva oportunidad…sin conocernos expresaban, “hi!.., it is OK…it is great…it doesn't hurt much”…no duele mucho!

    El ambiente, así, me preparó para la inminencia de mi llegada. Antes de entrar, se vio más personal de seguridad, médico y voluntarios coordinando la faena con cierta organización. Uno de ellos gritaba que tuviéramos listas nuestras identificaciones y documentos para presentarlos al instante y fue entonces que saqué mis tres armas que confirmarían mi boleto a la vida: las identificaciones y documento ya mencionados más el correo que recibí anunciando la noticia. Y entonces sí, cuando fui primero en la fila, me pidieron amablemente hacer alto en la gran puerta de entrada desde donde pude observar por fin el escenario, la zona cero, del centro de vacunación. ¿Dos o tres mesas?...qué va!...había verdaderas hileras con decenas de ellas, un pequeño ejército de enfermeras y enfermeros colocando la inyección con cuidado, pero con celeridad. Admirando eso, me indicaron pasar al interior siguiendo un laberinto marcado con flechas sobre el piso y cuerdas en los laterales hasta llegar con el primer operador quien, computadora encendida, solicitó toda mi documentación. Creí sería un simple trámite, pero no, rigurosamente revisó mi identidad, mi oficio académico, registrando todo en la pantalla. No me perdonó ni un ápice de datos y hasta lo reconfirmó para después señalarme el camino a seguir, me topé con otro voluntario quien, sonriente y al parecer con sinceridad, comprendió a lo que iba—salvar mi vida…Me hizo esperar unos segundos, miró hacia las mesas, descubrió al instante una disponible y me apuntó hacia ella. Al arribar, había solo una enfermera joven y medio rubia quien me saludó con lo rutinario y pidió sentarme. Ya traía puestos los guantes azules maniobrando una serie de implementos y una pequeña cajita con las vacunas y jeringas. Antes de preparar el disparo, llenó una tarjetita con mis datos claves anotando además que yo iba a recibir la primera dosis de Pfizer el 22 de febrero. Luego, para mi sorpresa, me preguntó en cuál brazo… y casi sin pensar la respondí: no me importa, en cualquiera. Me miró extrañada, como si todo mundo supiera de antemano dónde debe ser inyectada esa vacuna que nunca había existido en la historia de la humanidad a fin de erradicar a la peor pandemia en lo que va del siglo. No le gustó mi respuesta y reviró, bueno, pues, ¿en qué lado duermes?, “en el izquierdo”, titubeé aún extrañado, y entonces decidió:

    --I'm going to vaccinate you on the right side—explicando que podría dormir tranquilo y sin dolor recostado sobre mi lado izquierdo, crispando mi paciencia por el detalle. Hasta que, al fin, contrario a lo esperado, de una cajita plástica cogió una gran jeringa ya cargada con el líquido anticoronavirus, cuando yo creí que lo sacaría primero de esos clásico frasquitos pequeños que uno ve en los noticieros. Continuó con el proceso, tomó el algodón con alcohol y no perdí de vista esa jeringa, la acercó, apuntó la enorme aguja sobre la parte superior del brazo derecho y presionó fuerte y de un tirón para introducirme el líquido, la vida misma, pensé. La enfermera, quizá cansada o distraída por la jornada, sacó rápido la jeringa vacía y en eso me miró sorprendida, con espanto, como si hubiese cometido un gran error.

    --Ouch, I just forgot something—que olvidó algo, repitió, para con ello hacerme reaccionar muy al estilo mexicano de que siempre, al último momento, a última hora, sucede lo inesperado, lo trágico, que nos echa a perder un logro, un triunfo. “Ya valió madres—pensé acelerado--a la mejor me puso otra cosa”, reacción que aumentó cuando ella, desesperada, sin consideración de mi sensibilidad, se lamentó con la curita en la mano, esa que se coloca después del jeringazo:

    --I’m so sorry—repitió para después revelar el gran misterio que rompió su profesionalismo y sentido de su perfección puesto que, repetía, no sabía dónde ponerla porque no se fijó en el punto exacto por donde penetró la aguja, “as I usually do”, como siempre lo hace. Así que, viniéndome el alma al cuerpo, colocó la dichosa curita al ahí se va, adivinando dónde estaría ese pequeño orificio por donde penetran las agujas y que en mi caso no dejó ni el más mínimo rastro de sangre…

    Me levanté sin darle importancia a ello, otro voluntario me guió hacia el gran espacio con sillas separadas donde los vacunados esperábamos de 20 a 30 minutos en caso de que aparecieran efectos secundarios. Me senté tranquilo, aún con la sensación del jeringazo para luego sentir, literalmente, no sé si producto de mi imaginación, cómo el líquido antiviral corría vital y saludable por mis venas, todo mi cuerpo, haciendo vibrar a su vez mi sistema nervioso lo cual consideré normal por la emoción. Y esas fueron todas mis reacciones colaterales, nada de intenso dolor en el brazo, no fiebres o dificultad al respirar, como se anotaba en la hoja que distribuían con los posibles efectos. Me sentí seguro para retirarme y salir aliviado, tanto por traer ya la vacuna como por haber soportado y superado un año de riguroso encierro, sin milagrosamente nunca enfermarme, sin tener un síntoma de nada, cumpliendo como un cordero las medidas de prevención.

    Realmente era un privilegiado, había superado la pandemia más letal de dos o tres generaciones, lo que no sucedía en cien años, y toda la tensión, estrés, temores de contagios, de muertes, se repetían en mi mente. Con ello encima, y luego de una espera de tan solo una hora, me enfilé hacia fuera del gran recinto pensando en celebrar brevemente… y lo primero que se me ocurrió fue darme un banquete gastronómico creyendo merecerlo, al fin que ya eran pasadas de la una de la tarde. Caminando por los jardines del campus, vi cómo la gran cola del inicio ya no existía, no había nadie más esperando la vacuna, todos ya lo habíamos hecho, lo cual me sorprendió porque el horario concluía hasta las 7 de la tarde. Entonces me dije, bien pude haber llegado más tarde, a eso de las 3 pm, por ejemplo, y no hubiera esperado, haciendo todo en un santiamén. Pero me dejé de cosas pensando que fue grato estar rodeado de mis colegas universitarios quienes, como yo, luchaban por la vida en los últimos años que nos quedan. Y entonces, ya sin tanto remordimiento, me fui a un pequeño shopping center a festejar, a celebrar estar vivos. Llamé a mi familia, nos reunimos y ahora el dilema fue decidir entre sushi y tacos y burritos mexicanos. Pensé en mi salud, en los años por venir, y entonces me decidí por el platillo japonés mientas mis hijos lo hicieron encantados por los tacos, muy despreocupados del virus y vacunas en su rebosante juventud… después de tantos meses y meses fuimos por instantes felices otra vez como en aquellas extrañadas normalidades que quizá ya nunca volverán….

    Turlock, California, febrero 2021

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