"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

LOS ÁNGELES A BORBOTONES (*) - 26.02.2021

Por Manuel Murrieta Saldívar

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Los arboles a borbotones
Imagen: Placa conmemorativa del bicentenario de la fundación de la ciudad de Los Ángeles, California, colocada en la “Placita Olvera”.
Foto del archivo personal del autor.
  • I

    Después de unos instantes… ¿Un siglo, diez años, una hora? El avión hace su entrada al cielo de Los Ángeles: abajo es la mezcla de vapores matutinos, la neblina de la montaña huye del omnisciente smog confundido con la brisa de la costa californiana.  Pero el aterrizaje pone de manifiesto el contacto con el mundo: jumbo-jets brasileños despegan delante de los de Australia mientras un DC-9 de la China es colocado en un hangar desconocido. En el trayecto del avión a la terminal te imaginas la entrada a un caos de ocupadísima metrópoli: no es así y concluyes que el caos es el choque de creencias, intuiciones o sentimientos que contrastan con la aplastante realidad porque, en este caso, resulta un orden imposible para un aeropuerto tan atestado.

    Entonces, recién llegado, piensas con susto: si no sé exactamente a qué vengo a Los Ángeles, corro el riesgo de perderme…no necesariamente entre el esfuerzo laberíntico por encontrar una salida, sino más bien por el peligro de que ocurra un cambio repentino en tu destino sin darte cuenta, de extraviarte como víctima de circunstancias en extremo favorables— o infernales— al momento de colocar el primer paso en las afueras.  ¿A qué vengo a Los Ángeles?, insistes, porque observas que todos los pasajeros aparentan o realmente saben qué hacer, tienen el dominio de su destino, seguros de a donde se dirigen, de contar con toda una infraestructura material y psicológica para que lo consigan, menos tú, así estás tú —lo recuerdas muy bien— esa primera vez que llegaste antes del difícil proceso de encontrar lo verdaderamente tuyo.

    Pero en verdad no hay caos, sólo el que la mente crea debido a la ausencia de una brújula o por el impacto de encuentros novedosos y por lo tanto incontrolables…entonces piensas en organizarte, eliminar o separar opciones, probar riesgos, intentar lo más osado.  Quieres clarificar el raciocinio y la emoción para evitar el riesgo del extravío, o reconocerlo, dejarse llevar por él, como inevitable definición aceptando la filosofía del a ver qué sale y me vale madre…

    Porque dentro de unos instantes, ¿un siglo, diez años, una hora?, vas a sufrir un tremendo shock existencial dada la variedad de elementos que aún impactan tus entrañas sociológicas, económicas, amorosas, culturales, y quizá hasta las sobrenaturales que te es imposible descartar....Y es que afuera, en efecto, se inicia la amenaza: te hiere tanta eficiencia en honor a la riqueza cuando ves desfilar y desfilar, intempestivas, limusinas de color oscuro como los objetivos de sus magnates que siempre te serán desconocidos, supones. No encuentras la acción de la gravedad entre el espectro de razas y de lenguas, desde la más pálida a la más familiar. O es un lugar común ver a esas damas vestidas con desenfado dando instrucciones caseras vía teléfono celular desgastado por la frivolidad.  La cascada interminable de sonidos urbanos ¿de dónde viene?: cláxones, turbinas, altavoces, murmullos y gritos lejanos, cibernéticos, futuristas…volteas sin dirección, titubeando.

    ¿Hacia dónde me dirijo para encontrar el rumbo?,  te preguntas de nuevo mientras concluyes  que las descripciones analíticas de cualquier escena angelina objetivamente absorben unos instantes, pero,  en el tiempo psicológico o literario, transcurre ¿una hora, diez años, un siglo? Entonces así te vas dando cuenta que existe material de sobra para un relato, para un cuento o una novela infinita que podría ser de amor y odio...

    Porque ahora captas que no has llegado a Los Ángeles a describir al aeropuerto más ocupado del mundo. Tampoco a registrar únicamente la experiencia de una cena causi romántica en el restaurante de Redondo Beach con el mar bajo tus pies. No has venido a revivir las cenizas del odio racial en South Central o Huntington Park, contundente ejemplo de la imposibilidad para lograr la armonía humana. Tampoco habrás de visitar a detalle los rascacielos del "downtown" en cuyas banquetas deambulan pordioseros insultando al "American way of life" con sus barbas hambrientas y sus ojos de humildad que recuerdan la sencillez de Jesucristo. No, tampoco a tu edad le interesa el sueño de Disneylandia ni tu curiosidad es seducida por el clásico recorrido a los estudios Universal, ni quieres ver la producción de programas de la TV porque tu pereza intelectual impide criticar lo que transmiten desde Hollywood...

    No, tú vienes por lo tuyo, ahora lo descubres, a rescatar eso que se gestó en el sur hace un siglo, diez años o ¿hace apenas una hora?... desde Aztlán, Tenochtitlán, luego va por Michoacán, Jalisco, huye desde el Valle del Yaqui, vía Tijuana, dolor amoroso, hambre feroz que no cesa aunque lo nieguen y le pongan barreras, cercas de alambre, cualquier otro tipo de prejuicios, estereotipos provocando las distancias.  Porque ahora estás en el Este de Los Ángeles, sí, inundado de ternura dolorosa, rostros que tiemblan ante un hábitat que se te antoja familiar, pero que resulta desconocido: pieles como la tuya, sabores como los tuyos, escenarios iguales a los tuyos, pero todo eso no es suficiente para que surjan de inmediato las coincidencias sentimentales.

    El reencuentro te excita pero la sospecha de su vida interna te congela, el esfuerzo inevitable de vivir, que instala expendios de comida mexicana casi igual a la tuya, esos murales y grafitis que no son meras reacciones culturales, ni movimientos tardíos vanguardistas: son verdaderas demarcaciones territoriales, festejos de identidad desesperada, consignando muerte, golpizas reales, crímenes y traiciones sin ficción.  Cruzas ahora la calle Brooklyn mirando la cuenca oscura del cementerio, con sus tumbas que encierran un amor que quedó a medias por el cáncer orgánico y social; cráneos de muchos "batos y carnales" fallecidos por sobredosis, o por armas de fuego, reyerta interracial mientras luchan constantemente por un pedazo de auto o de barrio.

    Sí, son imágenes y vivencias que te llegan sin haber planeado nada de recorridos formales u oficiales, nada de centros culturales, nada de eso; tú caminas sin interferencias, directamente a lo tuyo, dejándote llevar por los sentimientos en lugar del conocimiento, eliminando toda intelectualidad porque ahora captas un pecho que nadie te puede explicar, obligándote a deambular errante otra vez. Sí, con felicidad y sin felicidad, irresistiblemente nómada, desobligadamente en libertad, emulando un ceremonial cósmico en honor al azar....

    Porque vienes hoy con ojos intempestivos al registro de esos rostros que, paradójicamente,  también es el tuyo;  llegas a relocalizar una mirada con la otra, la que siempre te había esperado pero desconocías por el defecto y las barreras de tus neuronas y de las fronteras que nos imponen.  Pero sabes que es imposible comprenderlo todo de un jalón y entonces te conformas con encontrar aquí un centro de gravedad. Así pretendes evitar el extravío de tu viaje y fortalecerte con tu mirar escandaloso. Porque aquí te topas con una historia similar que te lleva, te retrotrae, te ubica en su conflicto de sentimiento cercenado, localizando las coincidencias del presente, las posibilidades de un futuro conjunto entre tú y ellos.  ¡Ha llegado la hora!, la hora del desempolvo de tu pasado que había estado ahí en Los Ángeles desde hace un siglo, diez años y que en unas cuantas horas padeces y reconoces a borbotones, incontenibles borbotones...

    (*) Del libro La gravedad de la distancia. Historias de otra Norteamérica.  Editorial Garabatos. Hermosillo, México, 2009.  Más información en:

    http://www.manuelmurrietasaldivar.com/libros/la_gravedad_de_la_distancia.html

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