PARÍS, FRANCIA.- Esa noche, como creí lo requería la etiqueta, hube
de vestirme un poco más formal lo cual provocó
un caminar lento, luego fue descubrir que se acababa
el tiempo para llegar al Arco del Triunfo a festejar el
“año nuevo”, como era lo planeado. Lo más cercano, a
pie y en metro, sería la Torre Eiffel a donde nos dirigimos
después de comprobar que el parisino gusta de acudir a
un acto cultural la noche del 31 de diciembre. Como nosotros,
muchos prefirieron energizarse acudiendo a la fiesta
flamenca de Antonio Canales que concluyó alrededor
de las once en el Teatro Campos Elíseos justificándose así
nuestro supuesto atuendo de gala. En cambio, a la vuelta
de la esquina, parejas más viejas y más pudientes distrajeron
mejor la pupila en el show erótico del Crazy Horse—
Avenue George V #12, revitalizándose así de otra manera.
Al salir, teníamos a la vista la torre y no resistimos su invitación
sabedores de que muchos otros caerían también
bajo su influjo: las avenidas circundantes se inundaban de
una multitud oscilante cargando en sus pechos botellas
de champaña, sidra o vino. Era como si la bebida fuese lo
más preciado, más incluso que el “euro”, la nueva moneda
que entraría en funciones en horas y que interesaba ya a
los bancos y casas de bolsa, haciendo las primeras megatransacciones,
para beneficio de la Europa dominante en
su lucha contra el dólar. Al parisino de a pie, en cambio,
el euro le importaba un comino puesto que lo utilizaría
hasta los primeros años del siglo XXI: era mejor querer
esas botellas. Por ello las fuerzas policíacas se preparaban,
uniforme azul, pistola al cinto y patrullas listas, para una
guerra civil que incluía servicios de primeros auxilios (remotamente,
a la distancia, escuchábamos ya los primeros
tronidos de unos cohetes de bengala).
La torre, por su parte, también bebía gente succionándola
desde estaciones del metro, paradas de autobuses y
estacionamientos a su alrededor porque iba a dar una fiesta
espontánea y popular sin ningún programa ni auspiciador.
Parisinos y turistas por igual, de todas clases sociales,
tomábamos la base de la Eiffel sin permiso muchos
llevando las bebidas apechugadas en el corazón, en tanto
que otros portaban fuegos artificiales para lanzarlos desde
las cuatro patas de la estructura. La juerga, en la que participarían
miles, se iba completando con sendas grabadoras
para el rap francés o música bailable afro caribeña de
antillanos de adeveras. O también, sin mucha discreción,
brotaba un olor a hachís y a hierba verde de juveniles con
sonidos reales de guitarras acústicas que hacían mover las
piernas. Madres que portaban bebés en carriolas francesas,
aunque de plástico, hacían verse cursis a latinoamericanas
pudientes luciendo abrigos de mink y joyería de
imitación; creían que París era todavía puro glamour y frío
con estilo y se tomaban fotos posadas con cámaras baratas.
En cambio, el lugareño mayoritario vestía como en
cualquier ocasión: livais o pantalón grueso de lana, suéter,
chamarra y/o gabardina, boinas, gorros tejidos, bufandas.
No obstante, una muchacha entre mil se atrevía bajo el
grueso abrigo a enseñar sin querer un “lingerie” y medias
provocativas para regalarle al novio no sólo besos mojados
con champaña. En los momentos de quietud, víctimas de
la tv, muchos ponían ambiente tarareando un videoclip o
un “oee oee oee” como si toda reunión colectiva recordara
al futbol que les había dado una copa mundial. Los más
desesperados seguían ensayando cohetes produciendo ya
a los primeros heridos. En la cercanía alguien tenía que
trabajar: el metro al aire libre de la línea 6 era un gusano
luminoso trasluciendo sus ventanas como todas las noches;
los elevadores de la torre no cansaban a los visitantes
invernales; nadie se hartaba de los vendedores de suvenirs;
los niños sin noción del tiempo insistían subirse a los “caballitos”
mientras que los stands de ocasión servían cenas
económicas—queso, salchicha y pan—y cervezas alemanas
para los invitados sin recursos que no pudieron adquirir
bebida fina para el brindis. Y más allá, en las zonas de
lujo, los restaurantes hacían un último acto seductor para
extraer los francos antes del dominio del euro: cambiaban
los menús a precios más altos tan sólo por ser la noche que
era con el agregado de platillos y bebidas burbujeantes especiales.
Todo este ambiente tenía un único fin: ser testigos
del paso del tiempo en colectivo, comprobar en compañía
tierna cómo todo lo que somos se hace y desaparece al
dictado de un reloj. Era observar a ojo pelón, filmar en
video o hacer el clic de cámaras fotográficas cuando la pizarra
electrónica de “366 días para el año 2 mil”, instalada
a media altura de la torre, cambiara un número menos.
Era fabricar el recuerdo del “yo estuve ahí”—un fin de
todo cronista que en ese entonces todos lo fuimos—la
toma exacta de un instante crítico, de cuando una máquina
del tiempo marca el paso de un segundo, que termina
con un minuto, que a su vez finaliza con una hora, con un
día, un año, un siglo y, oh tamaño del tiempo, ¡un milenio!
Es decir, registrar cómo esa pizarra nos hace conscientes
del fin de una generación, de una vida, de una época del
mundo occidental. Porque, regidos por otro calendario,
dibujantes asiáticos muy campantes en sus tripiés ofreciendo
sus rápidos e impecables retratos a lápiz, como en
un día cualquiera.
Entonces las botellas empezaron a separarse de los
pechos y a ser rodeadas en grupitos o parejas; cesaron pitidos,
no se estiraron las espantasuegras y cayeron los antifaces
preparando confetis; subía y callaba el volumen de
la música y el baile. Se empezaba a mirar ya hacia la pizarra
porque algo iba a suceder. Sin necesidad de ningún
cronómetro, se intuyó que llegaba ya el primer día del año
del fin del milenio: el gran número iluminado de “366”
parpadeó, como retorciéndose, no queriendo ser jalado
por el otro lado del tiempo, el tiempo muerto. Se apagaba
y prendía, quedando a media luz y dando pie a los
primeros flashazos, alaridos y cohetones que después se
sucedieron a borbotones. Porque el “366” desaparecía succionado
por una oscuridad de sabe dónde, cediendo sin resistencia
ya al nuevo numeral: ¡¡365 “jours”—días— para
el 2 mil!!, indicó la pizarra y vino la explosión. Volaron
cientos de tapones y corchos, llovieron aires espumosos,
felices “años nuevos” en varios idiomas y abrazos con los
4 besitos franceses, dos en cada mejilla. Los cohetes acapararon
después el espectáculo; multicolores, ruidosos y
humeantes, no eran nada del otro mundo; su atractivo
consistía en el objetivo que perseguían: atravesar los hoyos
de la torre provocando gusto en el gentío que combinaba
entre filmar y festejar.
Y a medida que se cumplía el ritual, flashazos al nuevo
día con la sensación del privilegio por estar bajo el icono
de París, se pasaba con rapidez a una dimensión más
real: la pizarra dejó de interesar al igual que los cohetes,
se aumentó la borrachera, el destrampe y el temor a un
desborde de violencia y quemaduras. Los más vulnerables
comenzaron el retiro a sólo 15 minutos de despedir
el año viejo, parisinos y turistas clase económica inundaron
pronto las estaciones del metro. Habría que escapar
so pena de un riesgo innecesario o de quedarse sin transporte
para arribar al lecho. Llegar fue parte también del
festejo, se trajera o no zapatos de charol. Entre el olor a
pólvora, luces y humo, se escuchaban los primeros sonidos
del fin del milenio: taconazos de peatones, tronidos en
la lejanía, pitazos roncos, cual rinocerontes moribundos,
de los paquebotes y yates de lujo dando servicio sobre el
río Sena. Se percibían además cláxones de autos embotellados
en banquetas y jardines, rinrineos de teléfonos
celulares llamando desde rincones desconocidos, mofles
diarreicos de motocicletas sin rumbo fijo, rompeduras de
botellas y felicitaciones políglotas desde cabinas telefónicas
con largas colas.
En tanto, el mitin del nuevo milenio que se acercaba
estaba en un metro global: huesos apretujados, espacios
milimétricos para apenas respirar, olores a alcohol y a drogas.
Adentro del vagón todo el planeta se hermanaba a
la fuerza—la del miedo y la necesidad—para desearse con
miradas feliz tiempo nuevo, cada uno escogiendo a su cara
parecida e idioma natural. En el apretujante y apresurado
viaje, se escuchaba desde afuera el “¡¡bonne année!!”, el
¡¡feliz año!!, de los pasajeros en espera del metro milagroso
que los llevara a la noche nueva de su hogar seguro. Pero
al salir de las estaciones, uno se topaba con la soledad de
entre milenios: desde las altas ventanas de apartamentos
diminutos, los solitarios más solitarios le gritaban al infinito,
paranoicos, pasada ya la una de la mañana, ¡¡bonne
année, bonne année!!, como exigiendo al menos lo mismo
entre los transeúntes anónimos. Y abajo, los privilegiados
que aún podían integrarse en parejas o en grupos de
amigos, franceses bien alimentados y abrigados, corrían
enloquecidos por las calles, ¡bonne année!, ¡bonne année!,
como evadiendo al tiempo, como si la prisa del calendario
nos pisara los pies, como perseguidos con rapidez por la
muerte inminente de los mil novecientos…
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