"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

El primer día del fin del milenio (*) - 21.01.2022

Por Manuel Murrieta Saldívar

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Imagen: Perspectiva de la Torre Eiffel a inicios del año 1999.  Del archivo personal del autor
Imagen: Perspectiva de la Torre Eiffel a inicios del año 1999. Del archivo personal del autor.

  • PARÍS, FRANCIA.- Esa noche, como creí lo requería la etiqueta, hube de vestirme un poco más formal lo cual provocó un caminar lento, luego fue descubrir que se acababa el tiempo para llegar al Arco del Triunfo a festejar el “año nuevo”, como era lo planeado. Lo más cercano, a pie y en metro, sería la Torre Eiffel a donde nos dirigimos después de comprobar que el parisino gusta de acudir a un acto cultural la noche del 31 de diciembre. Como nosotros, muchos prefirieron energizarse acudiendo a la fiesta flamenca de Antonio Canales que concluyó alrededor de las once en el Teatro Campos Elíseos justificándose así nuestro supuesto atuendo de gala. En cambio, a la vuelta de la esquina, parejas más viejas y más pudientes distrajeron mejor la pupila en el show erótico del Crazy Horse— Avenue George V #12, revitalizándose así de otra manera. Al salir, teníamos a la vista la torre y no resistimos su invitación sabedores de que muchos otros caerían también bajo su influjo: las avenidas circundantes se inundaban de una multitud oscilante cargando en sus pechos botellas de champaña, sidra o vino. Era como si la bebida fuese lo más preciado, más incluso que el “euro”, la nueva moneda que entraría en funciones en horas y que interesaba ya a los bancos y casas de bolsa, haciendo las primeras megatransacciones, para beneficio de la Europa dominante en su lucha contra el dólar. Al parisino de a pie, en cambio, el euro le importaba un comino puesto que lo utilizaría hasta los primeros años del siglo XXI: era mejor querer esas botellas. Por ello las fuerzas policíacas se preparaban, uniforme azul, pistola al cinto y patrullas listas, para una guerra civil que incluía servicios de primeros auxilios (remotamente, a la distancia, escuchábamos ya los primeros tronidos de unos cohetes de bengala).

    La torre, por su parte, también bebía gente succionándola desde estaciones del metro, paradas de autobuses y estacionamientos a su alrededor porque iba a dar una fiesta espontánea y popular sin ningún programa ni auspiciador. Parisinos y turistas por igual, de todas clases sociales, tomábamos la base de la Eiffel sin permiso muchos llevando las bebidas apechugadas en el corazón, en tanto que otros portaban fuegos artificiales para lanzarlos desde las cuatro patas de la estructura. La juerga, en la que participarían miles, se iba completando con sendas grabadoras para el rap francés o música bailable afro caribeña de antillanos de adeveras. O también, sin mucha discreción, brotaba un olor a hachís y a hierba verde de juveniles con sonidos reales de guitarras acústicas que hacían mover las piernas. Madres que portaban bebés en carriolas francesas, aunque de plástico, hacían verse cursis a latinoamericanas pudientes luciendo abrigos de mink y joyería de imitación; creían que París era todavía puro glamour y frío con estilo y se tomaban fotos posadas con cámaras baratas. En cambio, el lugareño mayoritario vestía como en cualquier ocasión: livais o pantalón grueso de lana, suéter, chamarra y/o gabardina, boinas, gorros tejidos, bufandas. No obstante, una muchacha entre mil se atrevía bajo el grueso abrigo a enseñar sin querer un “lingerie” y medias provocativas para regalarle al novio no sólo besos mojados con champaña. En los momentos de quietud, víctimas de la tv, muchos ponían ambiente tarareando un videoclip o un “oee oee oee” como si toda reunión colectiva recordara al futbol que les había dado una copa mundial. Los más desesperados seguían ensayando cohetes produciendo ya a los primeros heridos. En la cercanía alguien tenía que trabajar: el metro al aire libre de la línea 6 era un gusano luminoso trasluciendo sus ventanas como todas las noches; los elevadores de la torre no cansaban a los visitantes invernales; nadie se hartaba de los vendedores de suvenirs; los niños sin noción del tiempo insistían subirse a los “caballitos” mientras que los stands de ocasión servían cenas económicas—queso, salchicha y pan—y cervezas alemanas para los invitados sin recursos que no pudieron adquirir bebida fina para el brindis. Y más allá, en las zonas de lujo, los restaurantes hacían un último acto seductor para extraer los francos antes del dominio del euro: cambiaban los menús a precios más altos tan sólo por ser la noche que era con el agregado de platillos y bebidas burbujeantes especiales.
    Todo este ambiente tenía un único fin: ser testigos del paso del tiempo en colectivo, comprobar en compañía tierna cómo todo lo que somos se hace y desaparece al dictado de un reloj. Era observar a ojo pelón, filmar en video o hacer el clic de cámaras fotográficas cuando la pizarra electrónica de “366 días para el año 2 mil”, instalada a media altura de la torre, cambiara un número menos. Era fabricar el recuerdo del “yo estuve ahí”—un fin de todo cronista que en ese entonces todos lo fuimos—la toma exacta de un instante crítico, de cuando una máquina del tiempo marca el paso de un segundo, que termina con un minuto, que a su vez finaliza con una hora, con un día, un año, un siglo y, oh tamaño del tiempo, ¡un milenio! Es decir, registrar cómo esa pizarra nos hace conscientes del fin de una generación, de una vida, de una época del mundo occidental. Porque, regidos por otro calendario, dibujantes asiáticos muy campantes en sus tripiés ofreciendo sus rápidos e impecables retratos a lápiz, como en un día cualquiera.
    Entonces las botellas empezaron a separarse de los pechos y a ser rodeadas en grupitos o parejas; cesaron pitidos, no se estiraron las espantasuegras y cayeron los antifaces preparando confetis; subía y callaba el volumen de la música y el baile. Se empezaba a mirar ya hacia la pizarra porque algo iba a suceder. Sin necesidad de ningún cronómetro, se intuyó que llegaba ya el primer día del año del fin del milenio: el gran número iluminado de “366” parpadeó, como retorciéndose, no queriendo ser jalado por el otro lado del tiempo, el tiempo muerto. Se apagaba y prendía, quedando a media luz y dando pie a los primeros flashazos, alaridos y cohetones que después se sucedieron a borbotones. Porque el “366” desaparecía succionado por una oscuridad de sabe dónde, cediendo sin resistencia ya al nuevo numeral: ¡¡365 “jours”—días— para el 2 mil!!, indicó la pizarra y vino la explosión. Volaron cientos de tapones y corchos, llovieron aires espumosos, felices “años nuevos” en varios idiomas y abrazos con los 4 besitos franceses, dos en cada mejilla. Los cohetes acapararon después el espectáculo; multicolores, ruidosos y humeantes, no eran nada del otro mundo; su atractivo consistía en el objetivo que perseguían: atravesar los hoyos de la torre provocando gusto en el gentío que combinaba entre filmar y festejar.
    Y a medida que se cumplía el ritual, flashazos al nuevo día con la sensación del privilegio por estar bajo el icono de París, se pasaba con rapidez a una dimensión más real: la pizarra dejó de interesar al igual que los cohetes, se aumentó la borrachera, el destrampe y el temor a un desborde de violencia y quemaduras. Los más vulnerables comenzaron el retiro a sólo 15 minutos de despedir el año viejo, parisinos y turistas clase económica inundaron pronto las estaciones del metro. Habría que escapar so pena de un riesgo innecesario o de quedarse sin transporte para arribar al lecho. Llegar fue parte también del festejo, se trajera o no zapatos de charol. Entre el olor a pólvora, luces y humo, se escuchaban los primeros sonidos del fin del milenio: taconazos de peatones, tronidos en la lejanía, pitazos roncos, cual rinocerontes moribundos, de los paquebotes y yates de lujo dando servicio sobre el río Sena. Se percibían además cláxones de autos embotellados en banquetas y jardines, rinrineos de teléfonos celulares llamando desde rincones desconocidos, mofles diarreicos de motocicletas sin rumbo fijo, rompeduras de botellas y felicitaciones políglotas desde cabinas telefónicas con largas colas.
    En tanto, el mitin del nuevo milenio que se acercaba estaba en un metro global: huesos apretujados, espacios milimétricos para apenas respirar, olores a alcohol y a drogas. Adentro del vagón todo el planeta se hermanaba a la fuerza—la del miedo y la necesidad—para desearse con miradas feliz tiempo nuevo, cada uno escogiendo a su cara parecida e idioma natural. En el apretujante y apresurado viaje, se escuchaba desde afuera el “¡¡bonne année!!”, el ¡¡feliz año!!, de los pasajeros en espera del metro milagroso que los llevara a la noche nueva de su hogar seguro. Pero al salir de las estaciones, uno se topaba con la soledad de entre milenios: desde las altas ventanas de apartamentos diminutos, los solitarios más solitarios le gritaban al infinito, paranoicos, pasada ya la una de la mañana, ¡¡bonne année, bonne année!!, como exigiendo al menos lo mismo entre los transeúntes anónimos. Y abajo, los privilegiados que aún podían integrarse en parejas o en grupos de amigos, franceses bien alimentados y abrigados, corrían enloquecidos por las calles, ¡bonne année!, ¡bonne année!, como evadiendo al tiempo, como si la prisa del calendario nos pisara los pies, como perseguidos con rapidez por la muerte inminente de los mil novecientos…
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    (*) Del libro: La grandeza del azar: Eurocrónicas desde París. 2da. Edición 2010. 185 páginas Serie Realidad # 7 Editorial Orbis Press Obra ganadora del Concurso del Libro Sonorense 2005, género crónica. Más información y para adquirirlo en:
    http://www.manuelmurrietasaldivar.com/libros/la_grandeza_del_azar.html


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