"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

SAN FRANCISCO DE ARRIBA (*) - 27.11.2020

Por Manuel Murrieta Saldívar

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San Francisco de arriba
Imagen: Panorámica de San Francisco, California, del archivo personal del autor.
  • La primera vez que visité San Francisco fue gracias a los boletos al dos por uno de la aerolínea más económica del suroeste norteamericano…Mi amigo empresario, rápido y eficaz, se me apareció con un simple:

    —¿Quieres ir?...Nos vemos en el aeropuerto, no te preocupes por los gastos…

    Ya en el vuelo desde Phoenix, me confesó lo del dos por uno y que iba a unas reuniones de trabajo:

    —Tú pásatela suave, yo me encargo de negociar. Hay unas convenciones y ferias comerciales y me ocuparé de buscar proyectos, luego te contrato para hacer algo, por lo pronto dame un breve curriculum

    Bien, pensé, aprovecharé para introducirme por instantes en el “sueño americano”, el de corte latino, ingresar al éxito como nuevo capitalista lo cual se me vino por instantes y me pareció más que suficiente. Después del aterrizaje, la vida de cinco estrellas empezó al momento de llegar a un hotel Marriot donde un ejército de botones nos apabulló desde que abrieron las puertas y atravesamos el umbral. Por alguna razón, recordé que un siglo y medio atrás don Guillermo Prieto había visitado este puerto y también se puso en contacto con la élite. Prieto por entonces era representante de México con acceso a todo mientras que yo me representaba sólo a mí mismo, con acceso a nada, salvo lo que lograra con el benévolo guía que sabía valorar lo que yo hacía.

    Al aparecerme en el enorme lobby, percibí que estábamos asistiendo a una convención de cámaras de comercio hispanas donde la jerarquía de los asistentes determinaba la facilidad, o dificultad, para acceder a los actos. Entre más elevado estuviera el personaje en la escala económica y política, andaba como pez en el agua, desde la suite presidencial hasta la limusina. Y entre menos poder y recursos empezaban los problemas: habría que tener el suficiente interés e ingenio para colarse y no ser un intruso que se limitara a observar desde lejos el triunfo del capital bicultural. Era la época cuando estaba de moda la apertura de mercados, la agresividad neoliberal o la globalidad económica. Y funcionaba en verdad porque, como pude observar, hasta pequeñas delegaciones de Chihuahua, exhibiendo quesos, o de Sonora, ofreciendo carne machaca y salsa del yaqui, habían llegado hasta los pabellones de las exposiciones. En efecto, mi guía y yo nos deslizábamos con gafetes medio reales y medio ficticios disfrutando efímeramente como si fuésemos exitosos empresarios. Pude así penetrar en la comodidad y el lujo hotelero, nos asignaron habitación compartida pero con salita, nos abrían elevadores con espejos, nos guiaban por pasillos con lámparas de vidrio cortado, recorríamos el paisaje de alfombras turcas aspiradas cada noche…vaya, hasta posamos sobre escalaras eléctricas doradas que nos llevaban a los salones de conferencias a las que no puse mucha atención: no era necesario, tomé al pie de la letra la recomendación de mi colega, iba sin obligaciones de nada, mientras él negociaba o intentaba hacerlo.

    Por eso, durante uno de los almuerzos principales, me pusieron en una mesa no se sabe si reservada o no a nuestros nombres. Después de confirmar mi gafete, el capitán de meseros, papeles ahora a la inversa, ordenó a un par de camareras rubias que me colocaran los cubiertos que a todas luces parecían bañados en plata. Luego me vi en la necesidad de confirmar mis modales gastronómicos al decidir si colocar la servilleta sobre el muslo o el cuello, a qué lado el tenedor y la cuchara, cuidando que jamás pusiera los codos sobre el mantel. Nunca supe si lo hice bien porque comencé a consumir bocadillos diminutos, luego ensaladas gourmet y finalmente platos fuertes italianos, con carnes pequeñísimas y pastas delicadas; eso sí, consumí postres y café hasta el hartazgo.

    En tanto, desde el presídium se acomodaban en tres hileras personalidades hispanas, anglosajonas, asiáticas y hasta europeas, y surgían como adoctrinamiento los discursos en dos vertientes: el triunfo del hispano en los negocios, después de generaciones marginadas que al fin accedían al súper sueño americano. Claro, “ya la hicimos”, pensé en colectivo, si no, ¿cómo se hubieran podido financiar los altos costos de esta convención de altura? Otro tema fue la política que bendecía la apertura democrática mexicana, por supuesto, refiriéndose a la irrupción de la oposición, como el panismo; se criticó a la eterna discriminación y se felicitaba a su vez el acceso del latino a puestos directrices de nivel federal incluso con presidentes republicanos. Todo eso escuchaba en vivo, aunque fuera más fácil observarar el espectáculo en las sendas pantallas gigantes colocadas estratégicamente y accionadas por técnicos y camarógrafos de corte anglosajón. Sin embargo, apenas si ponía atención a los discursos, no por problemas de sonido, sino porque me parecía más atractiva la charla de sobremesa. Ahí entrecruzaba palabras principalmente con mujeres porque sus hombres se encontraban en los presídiums, en las mesas de exhibición o negociando incluso hasta en los sanitarios.

    Después vendrían más saludos, el rechazo consciente a las conferencias en inglés sobre cómo expandir los negocios, el recorrido entre los pabellones para buscar la última información y el incesante intercambio de tarjetas de presentación, “businees card”, para el cierre de contratos a futuro. Así, me topé con exitosos dueños de franquicias de comida rápida, propietarios de revistas y periódicos hispanos de diseños antiguos, improvisados directores de centros culturales hispanoamericanos, algunos que ni hablaban bien el español, publicistas obligadamente carismáticos, directoras de organismos contra drogas junto con ejecutivos de tabacaleras y cervecerías. Otros eran representes de compañías norteamericanas que no necesitaron irse al extranjero para hacer penetración cultural y negocio, como esos de envíos de dinero, con los novísimos migrantes latinoamericanos.

    Por la tarde comenzaría otro éxtasis, más verdadero, para muchos el motivo del viaje por su sagacidad de combinar los negocios con placer, “business with pleasure”. ¿Cómo rechazar entonces un tour sanfransciscano en autobús panorámico, de doble piso estilo londinense, cuyo costo normal era de varios cientos de dólares? Me acomodé junto al conductor donde el límite de visibilidad eran mis propios ojos. Y adentro había un hervidero de charla corporativa mientras pensaba en la fundación de esta ciudad por conquistadores tipo Juan Bautista de Anza. O a veces recordaba las películas de Clint Eastwood y sus asesinos psicópatas, que podrían aparecer sin previo aviso, con sus miralejos o rifles automáticos, disparándome desde cualquier departamento que iba viendo, esos con las esquinas redondas y ventanales curvos. En lentas horas recorrimos las bajadas y subidas de las calles, pasamos los clásicos tranvías de riel atestados de turistas mundiales, atravesamos los puentes de hierro, no supe cuáles ni en que orden, si el que conecta con Oakland, el Golden Gate o el de San Mateo, vimos el estadio de los Gigantes, rápidamente nos llevaron por el barrio chino con sus pagodas artificiales o el italiano con puertas atestadas en los restaurantes y sus problemas de estacionamiento.

    Y luego la llegada a un muelle para que me cayera otra sorpresa: ¡Nos esperaba un ferry tipo yate!, con ocupación para decenas de pasajeros exclusivos, que éramos nosotros, con sus respectivos anglos gustosos de la samba, el tequila y el “latin espirit”. Antes del abordaje, fue obligatorio tomarse la foto para la historia, que mi guía quiso conservar, junto al salvavidas y al capitán, muy mono, cortés y eficiente. Al ingresar al penthouse flotante no sentí ningún remordimiento de rico explotador o de político corrupto: no tenía empresa que administrar ni cacique a quien ser fiel. Entonces disfruté el viaje con ganas, porque en la planta baja toda la variedad de mariscos me esperaba fresca y abundante. Y luego el bar interminable con cualquier bebida exótica, y yo sin saber quién pagaba esos casi 20 mil dólares del viajecito de unas dos horas. Y también iba rodeado por ventanales aerodinámicos que traslucían primero el mar, luego la bahía y por último el horizonte urbano que pese al vaivén a veces tenía enfrente.

    Y el barco ese, que parecía nave intergaláctica, se movía, se mecía eficiente sin producir mareo, que era toda mi preocupación ante la falta de costumbre marinera. Una vez que conseguí trago y botana, me coloqué en la mesa del segundo piso para tener todo el panorama frente mí: la mezcla del atardecer, el vuelo de pelícanos, el torrente del tráfico de los muelles, los juegos acuáticos de navegantes solitarios a lo lejos y la isla carcelaria de Alcatraz….Pero el verdadero impacto me vino a la hora que se me antojó un café mocha acompañado, casi por contagio, de un malboro o un camel. Sucedió que la cónyuge de algún empresario o político de altura, o al menos eso creí, con la que había intercambiado un rápido saludo durante el banquete, me miró con ojos de fumar. De seguro me creyó un hombre de importancia, de lo contrario no hubiera estado yo en ese yate, así que me invitó a la proa, al aire libre, suficiente para atreverme a pedirle un cigarrillo. Me dio el malboro, y entre la dificultad de encenderlo ante el intenso viento, fue que la tuve frente a mí y pude observarle su collar de diamantes que acababa al interior de sus pechos, sus aretes de pequeñísimos rubíes y sus pulseras de diseño exclusivo. Luego de las pláticas de presentación y entre el humo, nuestra conversación nunca prendió. Había yo creído, aunque fuese remotamente, que sería ese tipo de mujer de las novelas que vive en soledad rodeada de riquezas; con un marido tratándola con dureza y ella en busca del consuelo, de bohemia, de un ser humano sensible que la escuche. La imaginé por instantes ingenuos ese tipo de culta dama que toma clases de música o de literatura que se relaciona en secreto con algún artista para paliar su soledad, la musa inspiradora. En cambio, ella vería en mí a un dueño de alguna franquicia de Taco Bell, a un aprendiz de la bolsa de valores, o de perdida a un alto funcionario del PRI-PAN, burócrata de algún consulado mexicano perdido en la Alta California. El caso es que cuando se revelaron nuestras realidades ya no hubo más charla, tema a tratar, interés que aprovechar o compartir… no supimos más que decir, nos quedamos completamente mudos, con la mitad del cigarro en la boca. En silencio, sin mirarme de lleno, pausadamente terminó su ritual de humo y medio cortés se retiró de nuevo al interior del yate mientras que yo me quedé pasmado. No porque me abandonara, lo cual era muy predecible, sino porque pude observar sin ninguna distracción hacia donde se dirigía la nave: iba a pasar ya por debajo de la estructura anaranjada del Golden Gate, mostrando sus entrañas de hierro verdadero unos metros arriba, viéndole en detalle todos sus engarces. Pasmado, sí, porque a lo lejos se sospechaba la noche de San Francisco como hipnótica, el rascacielos piramidal del Transamerica encendiendo sus luces, las avenidas nocturnas con sus alcantarillas humeantes, el tráfico de prostitutas de lujo en los elevadores hoteleros, los convertibles descapotados marchando sobre la Market Street, las salas para el catado de vinos, las galerías gay del sector Castro…sí, todos esos lugares que creí que la mujer imaginaría andar conmigo si nos hubiéramos escapado de ese yate, todos esos lugares a donde quise dirigirme en cuanto toqué tierra firme, sin miedo a los temblores, y olvidado por completo de don Guillermo Prieto y de mi amigo el empresario...

    (*) Del libro: La gravedad de la distancia. Historias de otra Norteamérica. Crónicas y relatos. Primera Edición 2009.Editorial Garabatos. Hermosillo, Sonora, México.  Más información en:

    http://www.manuelmurrietasaldivar.com/libros/la_gravedad_de_la_distancia.html

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