"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

Zacatecas, la madre que había olvidado - 24.09.2021

Por Manuel Murrieta Saldívar

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Llegando a Nueva York en un vuelo del año 2016. Del archivo personal del autor
En algún punto de la autopista 10 en Arizona rumbo a México. Del archivo personal del autor.


  • En la versión impresa en papel de nuestra publicación Culturadoor, que circuló antes del auge de los portales digitales, es posible rescatar textos dignos de publicarse electrónicamente. Es el caso de esta crónica publicada en el # 42 del año 2003. Espero sea aún disfrutable!..

    ***

             Llegar amaneciendo a Zacatecas es descubrir un México intuido pero desconocido. Nada escenográfico, sino auténtico de un pueblo de fe, de una tradición tan terca como la modernidad de decenas de garitas donde debes pagar cuotas para acceder a unas flamantes autopistas, quizá iguales que las francesas o las canadienses. No te miento, es una comodidad que destruye a cualquier estereotipo pero si hubimos de cubrir 15 garitas fue poco, y las cuotas oscilan ¡desde los 17 pesos hasta los 85! Por supuesto, han de pagar más los autobuses con servicio ejecutivo cuyas ventanas nocturnas traslucen unas pantallas de televisión para pasajeros, viajando tan cómodos como se siente un regreso al terruño. Luego está la tierra roja ansiosa de lluvia; las nopaleras silvestres; los pueblos semi abandonados con sus vecinos nocturnos comiéndose un taquito sin ninguna preocupación por el horario de hoy o de mañana.

             Me disculpan, pero uno se siente obligado a escribir y compartir estas jornadas con los ojos de un viajero que, por vez primera, recorre este norte y centro mexicano que habíamos pospuesto, nunca sabré por qué. Desde la salida en Arizona, vamos sintiendo el empuje de los nuevos mexicanos: su exigencia a pedirnos aventón, justo en el puente que lleva a Ciudad Juárez, después de las compras en El Paso; las pieles fuertes pero frescas de mexicanas aguantadoras, amas de casa tostadas por una vida de sueños que cruzan ríos, como ése que vemos, al lado derecho del ventanal del auto...está bravo el Río Bravo. Ese río donde, felices, retozan frente a la migra los habitantes resignados a vivir en un México norteño que todo les brinda. Ese río que ya divide a Nuevo México de Texas, y a dos países que ustedes conocen... Ya produce pesadillas como historias que escuchas, esas de adolescentes que al cruzarlo se paraban desnudas para provocar el erotismo masculino y que las subieran en un auto rumbo a cualquier ciudad texana. Me disculpan, pero debo contar que Ciudad Juárez no es para recorrerlo en 20 minutos o conectarse a un Internet; no basta con sacar dinero mexicano de un cajero automático, preguntar como ingenuo en dónde estará el bar Noa Noa de Juan Gabriel o el lugar exacto donde llegó Benito Juárez perseguido por el poder francés. No, Ciudad Juárez es para más, mucho mucho más... pero la autopista jala como el dinosaurio de la curiosidad que deglute un asfalto, un asfalto que te descubre la siguiente ciudad mito: Chihuahua, un ciudadón de más de un millón, nocturno, de periféricos dúctiles, metrópoli sin tanto sueño, a donde llegas para sentir la prisa del viajero, de paso, que lleva una misión que cumplir en un lugar determinado: has de seguir, además, porque la madrugada será zacatecana, hermosamente novedosa. Sin embargo, la noche que te queda no alumbra la historia escondida, ni los picos de la Sierra Madre que pican el horizonte, como llamándote desde Sonora. Debes seguir, Chihuahua es el Estado Grande, como dicen las placas de los autos, el Estado también rico, en donde inviertes unas 8 horas para atravesarlo todo como lo notas cuando ingresas a Durango. Y aquí, en un simple parpadeo al letrero de carretera, descubres no alacranes, sino la flecha hacia la Zona del Silencio: recuerdos de la época mística, esotérica, cuando leías azorado que ahí caían misteriosos aparatos de la NASA, sin lógica alguna, y se acababan las transmisiones de la radio y la televisión. ¡Ah! Y también las tortugas desérticas cargaban caparazones geométricos como influidos por unas ondas que vienen de un hoyo del universo que todavía nos chupa. La Zona del Silencio te hace callar. Y ves el letrero, sólo eso, porque la oscuridad lo alumbra.

             Y, fíjate, ya amanece y las primeras señales zacatecanas son de una tierra desolada, tipo Juan Rulfo, basurales de pañales quemándose a las orillas de algunos pueblos, restaurantes y cafeterías cerradas, con letreros de pintura gastada. La entrada te pone a meditar y a escuchar el susurro de por qué Zacatecas ocupa uno de los primeros lugares en producir migrantes. La razón del abandono también la encuentras en las carreteras. A menor cuota en la garita, menor calidad del asfalto, y no sólo eso, a veces ni asfalto hay en ciertos tramos... y en otros, hay baches divertidos y de plano desviaciones... No importa, de veras no te importa, porque es tu tierra mexicana que, al final de la ruta, se abre toda, inmensa, tan sólo para ti en esa soledad de las mañanas.

             Antes de ingresar a la ciudad de Zacatecas, la necesidad de café y de desayuno te para en el que fue el santuario de tus abuelos y ahora lo sigue siendo para los cientos y cientos que ya ves reunidos en un simple jueves ordinario. Al Santo Niño de Atocha lo siguen adorando como hace siglos y te da tanto gusto, no sabes por qué. Quizá porque después del pan de trigo y el café con canela que consumes, empiezas a descubrir que las camisetas que venden en los puestos no son de los Yanquis de Nueva York, de Madonna o de Ricky Martín, sino de ese flamante Santo Niño de Atocha en policromado, hechas con la más alta tecnología. No hay Dennys, no hay Holliday inns...sólo canastas de pan fresco, habitaciones gratis para peregrinos que llegan descalzos y para indígenas con sus vestimentas prácticas que satisfacen no a la moda, sino a la comodidad ... y a unos dioses que nunca nadie ha erradicado al combinarse y adaptarse a tiempos y culturas que les llegan de fuera.

             Sí, espero me disculpen, quería contarles de lo que no habíamos visto y, así, en caliente, sin saber qué será de estas letras que salen fluidas, como la electricidad que alimenta a este café Internet zacatecano, mientras oigo a Los Beatles, mientras escucho a la lluvia provinciana que le da una lavada al kiosco verde, en la placita de Guadalupe, Zacatecas. Sí, de este Zacatecas que me estaba esperando como una antigua Madre que tenía olvidada...

    Guadalupe, Zacatecas, junio 2003

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